MOMENTOS
Del WC de mi casa al Ateneo de Madrid
Hoy me he inscrito como socio del Ateneo de Madrid. Exactamente el n° 32428. Esto puede parecer un dato irrelevante. Formo parte ya de este «selecto» club de maderas gastadas, tapizados roídos y olor a rancio y decadencia. ¿Qué se me ha perdido en este lugar sinónimo de retroceso, en este reducto pseudo-republicano? ¿Será un acceso de nostalgia y melancolía de tiempos pasados?.
Con todo ello no he podido sustraerme al embriagador placer de entrar por las puertas abatibles que dieron paso a tantos ilustres de la política, de la literatura y de la ciencia de este país. Me parecía estar en otro siglo. Las mismas salas, los mismos frisos, las mismas sombrías estancias que imaginaba iluminadas por lámparas de aceite en los primeros años de vida de este lugar escondido en la calle Prado de Madrid.
Lo primero que me viene a la cabeza es un ímpetu reformador. ¡Esto hay que cambiarlo! ¡Hay que hacer algo! pero el peso de la historia es el sino del Ateneo, una institución que va a otra velocidad, mucho más lenta que la sociedad hipertecnológica en la que estamos inmersos. 
Anaqueles saturados de libros y más libros, viejos tomos pacientes esperando que alguien tenga el detalle de abrirlos de nuevo y airear sus polvorientas páginas para buscar alguna cita. Maderas nobles, salas vacías, pupitres con tapete verde inglés y lámparas de las de antes, con bombillas que calientan como pequeños braseros, con esa luz amarilla y espesa que recoge al estudiante, al investigador o al lector, en un ambiente especial para el que busca el silencio en este lugar que se resiste a cambiar.
Sería pedante citar aquí a los muchos ilustres que perdieron la vista en estas salas estudiando, escribiendo o divagando, pero sí quiero hablar de uno de los socios que hincó aquí los codos para sacarse su carrera de derecho, mientras trabajaba en una compañía de seguros.
D. Felipe López Martín Loeches, mi suegro, al que debo entre otras muchas cosas, además de haber conocido el Ateneo, el gusto por la lectura. D. Felipe me envenenó, poco a poco, con esta pócima como se envenena a un personaje de Hitchcock, a alguien que se resiste, día tras día, hora tras hora, gota a gota y sin forzarle a beber del vaso, haciéndole disfrutar incluso de cada trago en lánguidas conversaciones sobre literatura e historia.
Tan extraña es mi vocación de escritor que en un día, he cambiado el WC de mi casa por las salas del Ateneo, como lugar en el que concentrarme para escribir. Con mi primera novela en marcha, dos hijos hiperactivos como yo, una hija adolescente y una mujer que aún no han asimilado que a su marido «ahora le da por escribir», el mejor sitio que he tenido hasta hoy para llegar a lo que se dice concentrarse, ha sido el water de casa. Como somos una familia de clase media venida a menos, aún conservamos algunos beneficios de esa condición y tener tres baños me ha permitido escoger siempre el más silencioso en cada momento, según el ajetreo de la familia.
— ¿Qué haces tanto tiempo en el baño Miguel? Musita mi mujer desde el otro lado de la puerta… 
— Emm… estoy escribiendo… replico yo y el silencio tras mi respuesta se acompaña de unos pasos que se alejan. 
Esto es como pasar de un seiscientos a un Rolls Royce. De la fría loza de Roca a las cálidas maderas de roble, del fluorescente de un baño común a la acogedora luz de las lámparas de lectura. 
Del Ateneo escribiré más, claro que sí, pero necesito vivirlo. Hoy he estado tan solo unos minutos que ya me sugieren una relación intensa con este destartalado y apasionante lugar.
«Lorca, Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu o Unamuno pasan a ser hoy de dominio público» reza el titular de un diario digital.
¡Vaya! Qué cosas tiene la vida, ellos quedan liberados y yo me encierro desde este mismo día en el lugar en el que tantas horas pasaron.
Perdone usted la petulancia pero es que me ha hecho gracia.

Madrid, 2 enero 2017
© Miguel Ángel Blázquez
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