MOMENTOS
Días de sílex, ¡churro va! y cuernos de chocolate
Estaba leyendo embelesado un fragmento de Jacobsen, en una de esas novelas que te obligan a parar cada dos por tres y mirar en el diccionario, novelas que te hacen disfrutar y sufrir, que te enganchan y te recuerdan que eres un ignorante cautivado por una historia que te enseña más de lo que crees saber y ahí, agazapada estaba esa palabreja que sí conocía. ¡¡Sílex!!
He tenido que detener la lectura porque los recuerdos han empezado a amontonarse y a despistarme del relato. Recuerdos de una infancia, de una maestra, de una forma de enseñar, de divertirnos que me permitió no sólo aprender lo que eran esas piedrecitas de color caramelo con formas de punta de flecha y hacha, sino que además logró que no se me olvidara nunca.
Doña Angelines era la profe de ciencias naturales y una mañana nos llevó a todos a buscar sílex a un monte. Recuerdo ese día como uno de los grandes del curso, de las mejores cosas que le podían suceder a un hiperactivo de libro que necesitaba salir del aula a llenarse las uñas de mugre, escarbando para encontrar tesoros prehistóricos.
Vaya si los encontramos, el campo estaba lleno y ella sabía que allí nos tendría ocupados pero lo que no intuía era que treinta y cinco años más tarde, uno de sus alumnos se detendría al llegar a esa palabra sentado en el sillón de su casa y un gesto de agradecimiento por aquella jornada de arqueología le cambiaría el semblante, haciendo emerger en su rostro una sonrisa luminosa y llena de añoranza.
Esos son los días que recuerdo con especial cariño y también los recreos jugando al ¡¡¡Churro va!!! Hoy cerrarían los colegios si un inspector sorprende a los chavales jugando a esa burrada pero se me antoja difícil pensar que los chicos se separen de su móvil en los recreos.
El caso es que todo empezaba al grito de ¡Churro va!. Juego cruel y nocivo para la salud donde los haya en el que si no acababas con la espalda rota, terminabas estampado contra el que hacía las veces de retén entre la pared y el primero de nosotros. Juanillo Mengibar, mi gran amigo del colegio, derrengado, esperaba temeroso el impacto del «Pacolo» que saltaba con todas sus fuerzas con el único objetivo de llegar lo más lejos posible y destrozar el lomo al que pillara. Y como misiles iban cayendo los cuerpos ya entrados en la pre-adolescencia del Pastrana, el Jose, Mario el hijo de la profe y los demás…
Las chicas preferían la cuerda o el pasacalle pero nosotros necesitábamos descargar adrenalina en el patio y hoy estamos pagando las consecuencias a base de sesiones de Siatsu e Ibuprofeno 600 para poder atarnos los cordones. No se me olvidará nunca la mano sudorosa y nerviosa de Mariano sobre mi frente, el gordito de la clase, al que no dejábamos bajo ningún concepto saltar encima de nuestros cuerpos famélicos que no crecían ni a base de cuernos de chocolate.
El cuerno era un icono, un símbolo de la EGB, un ritual sin el cual no podía terminar el día. ¡¡¡Cuánto colesterol nos metimos en esos años de bollería industrial y flashes de colores!!!
Aún encuentro panaderías cerca de un colegio y me paro frente al escaparate a relamerme mientras me rasco el bolsillo buscando unas monedas y evitando pensar en la dieta que en ese momento no es capaz de frenar mi ataque hipoglucémico.
Buenas, ¿los cuernos son como los de antes? La señora que ronda ya los 70 me mira y sonríe mientras coge con la servilleta de papel el bollo y salgo de la tienda recordando las maravillosas tardes de colegio en las que llegaba a casa con los bolsillos repletos de sílex y la comisura de los labios llena de chocolate.
5 septiembre 2017
© Miguel Ángel Blázquez