Emmanuel, mátame por favor
Hoy ha muerto Françoise Hardy. 
Hace unos meses escribí una suerte de panegírico dedicado a Jane Birkin, un canto a su belleza, dolorido por la muerte de la que fue una de las musas, en este caso inglesa, de la Francia más chic que se ha conocido. Pero Birkin no fue la única mujer cuya belleza, congelada ya en las imágenes imperecederas, sigue despertando admiración en los que somos devotos de la maravilla de lo femenino en todas sus manifestaciones.
Otra de las diosas del glamour ha sido Françoise Hardy. Busque en internet fotos suyas y verá por qué lo digo o escuche Le temps de l’ amour uno de sus mayores éxitos por ejemplo. «Nos decimos que a los veinte somos los reyes del mundo» canta en una de las estrofas. Ha muerto hoy con 80 años y había pedido en varias ocasiones a Monsieur Macron, primer ministro de la Francia laica, que legalizara la eutanasia, reclamándole así su derecho a morir “dignamente”. “Usted sabe que una gran mayoría de las personas desea la legalidad de la eutanasia. Contamos todos con su empatía y esperamos que permita detener su sufrimiento a los franceses muy enfermos y sin esperanza de mejorar, cuando saben que ya no hay alivio posible”.
No sé si abrir aquí el melón de la eutanasia o seguir por el sendero de la afirmación de la vida. Ante todo respeto absoluto por esta mujer que, marchita ya la flor de la juventud en su cuerpo y luchando hacía más de veinte años contra un cáncer que le afectó a la laringe, pidió públicamente dejar de vivir porque desear morir es, en un caso así, lo que puede parecer más razonable para la limitada medida humana. Pero ese “desear morir” dista mucho de otros que he conocido. Basta pensar en los místicos… «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero…» de nuestra Teresa de Ávila por ejemplo. Claro está que eso son palabras mayores.
¿Morir o matarse? Esta es la cuestión. Qué asunto tan difícil, qué complejidad más abrumadora la de intentar poner orden en algo que, en último término, parece ser un derecho, y digo parece ya que toda interferencia en la ley natural (por no hablar de lo divino) tiene consecuencias graves y definitivas para cada ser humano y para toda la sociedad.
Hace dos años murió una tía mía que padeció también un cáncer. Toda su vida la dedicó a cuidar de los demás y particularmente de enfermos, en algunos casos, terminales. Cuando le tocó a ella vivir su particular calvario, jamás pronunció la palabra eutanasia, es más, insistía en que estaba preparada para morir y no paraba de dar las gracias a quienes la cuidaban pero no estaba preparada para que la mataran, eso no, y menos aún para matarse a sí misma, es decir, lo que se denomina un suicidio asistido. Hay países muy progres y modernos en los que puedes pedir el “Dead Kit” y te lo traen como si pides una hamburguesa a Glovo. Un suicidio a la carta. ¿Dónde está la abismal diferencia entre aceptar morir o desear que te maten? 
Para empezar debo establecer una premisa sin la cual será complicado que el lector acepte, al menos, entablar un diálogo constructivo sobre la cuestión. Quiero pensar que nadie que tenga fe, me refiero a la fe católica y esté en su sano juicio pedirá que le sea aplicada la eutanasia o colaborará en la aplicación de la misma. Léase familiares, profesionales médicos, asistentes sociales… Otra cosa bien distinta es que, en una situación de extremo padecimiento, algo que muchos han aceptado sin ayudas médicas en la historia, sea normal llegado un punto en que la muerte es ya irreversible, que al moribundo se le apliquen todos los cuidados paliativos que sean posibles y necesarios. Ayudar a morir, acompañar en ese trance, cuidar de alguien que está cerca de la muerte es lo contrario que matarlo. Morir es lo contrario a pedir que a uno le maten. Parece claro pero algunos no lo entienden. Con todo el dolor, porque duele ver que alguien había perdido el deseo de vivir, lo que Françoise Hardy pidió no es que la ayudaran a morir dignamente, pidió que la mataran. 
Lo normal sería pensar y yo lo estoy haciendo ahora mismo, que es muy fácil hablar cuando se tiene salud o incluso cuando se tiene fe pero no nos engañemos. He visto morir a la mujer que he citado anteriormente y si de algo tenía certeza era de que morir o vivir un día más no dependía de ella. Esta mujer era una monja dominica que lo único que tenía en el catre en el que expiró era una bolsa colgada del cabecero con un teléfono móvil que ya había entregado, una rosariera y su rosario entre los dedos.
«Lo que pesa, sobra» escribía Sánchez Dragó en su obra El camino del corazón. Este, que podía parecer un consejo para un viajante en el contexto de la novela, tiene sin duda una profundidad mucho mayor. En el camino de la vida hacia la muerte, lo que pesa, efectivamente sobra. 
Como esta mujer que aceptó morir naturalmente he conocido a otras personas que, de formas distintas, han llevado su vida a término aceptando morir y siendo muy conscientes de que esa irreversible muerte estaba acercándose hasta afirmar, como hizo Felipe López Martín Loeches cuando casi no podía hablar: «Es interesante asistir a la propia muerte. Es como un salto de circo en el que confías todo al portor que te espera al otro lado».
Otro de ellos, Niceto Blázquez, tío mío también y sacerdote dominico fue en vida, además de religioso, una eminencia en asuntos como bioética, aborto, pena de muerte y, vaya por dónde, la eutanasia. Padeció desde muy joven una afección cardiaca que le supuso en muchas ocasiones a lo largo de su extensa e intensa vida estar entre la vida y la muerte. Ya en los últimos momentos se preguntaba. «¿Para qué me quiere aquí aún el Señor?» Sus afirmaciones respecto de la eutanasia eran contundentes en un libro que recogía al final de su vida sus pensamientos sobre la Eutanasia y el suicidio asistido. 
“La eutanasia fue denunciada por el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 27) como crimen contra la vida, incompatible con el respeto a la dignidad de la persona humana. Su estudio moral queda encuadrado en el contexto de las violaciones de los derechos fundamentales del hombre. Este problema fue abordado de forma especial por Pío XII, que fue la fuente inmediata preferida por los Padres del Concilio Vaticano II al respecto. Pablo VI continuó el magisterio anterior, pero teniendo en cuenta que el movimiento en favor de la eutanasia se confundía de hecho con el movimiento abortista. En efecto, si, como propugnan los abortistas, no hay razón para que tal o cual niño concebido nazca, no se ve por qué la ha de haber para que un demente, un herido grave, un minusválido o un viejo achacoso y sufriente viva. De ahí que los más devotos padrinos del aborto empezaran a pedir también a gritos la eutanasia. Esto significa el deseo de reconocer legalmente la operación clínica de facilitar la muerte a enfermos desahuciados y a las personas consideradas sociológicamente sin valor al estilo nazi”​​​​​​​.
Contra este frente común de abortistas y promotores de la eutanasia en tiempos pasados protestaron los obispos norteamericanos, y Juan Pablo II los animó con estas palabras: «Habéis hablado claro en favor de los ancianos, afirmando que la eutanasia o muerte por piedad es un mal moral grave. Tal muerte es incompatible con el respeto por la dignidad humana y la veneración por la vida». Es obvio que convertir a la eutanasia en un acto de piedad es una burla manifiesta, o el resultado de haber perdido el sentido de la razón. En el mejor de los casos, esa expresión refleja un falso y alarmante sentimentalismo, que es el peor consejero ético en los momentos decisivos de la vida”.
Su epitafio, pronunciado viva voce días antes de morir, grabado con un móvil en la habitación del hospital decía: 
«No te puedes imaginar lo contento que estoy a mis 84 años de edad, cuando pienso que he hecho aquello para lo que he nacido y que nunca he perdido, en medio de las dificultades de la vida, que han sido muchas, a Dios como referente último. —Aquí alzaba el dedo índice hacia el cielo y continuaba diciendo— Él ha sido mi hilo conductor y en este momento tengo la impresión de que no he hecho nada, no he dado nada y al mismo tiempo lo estoy recibiendo de Él y no solo de Él, sino de todos los que me habéis acompañado: TODO».
Días después falleció mientras le aseaban pronunciando un “gracias”.
Ningún médico, que yo sepa, se atrevió a insinuarle lo de la eutanasia y si alguien lo hizo, por desconocimiento de quién tenía como paciente, ya se ocupó mi tío de ponerle en su sitio.
Es aquí donde quiero llegar. El hombre consciente, el ser humano provisto de juicio y razón es el único capaz de morir con dignidad o de, al menos dejar dicho a sus allegados que no quiere ser “eutanasiado”. El día que un tercero, llámese persona o estado tenga la capacidad “legal” de decidir sobre la vida de alguien, ese día, la humanidad habrá llegado a su fin o sufrirá grandes catástrofes como ya se ha visto. Hasta ahora esto se había llamado asesinato, homicidio, genocidio… pero lo grave es que no estamos tan lejos de verlo como vemos otras cosas que omito para no desviarme del asunto.
Volviendo a Françoise Hardy, deseo que haya tenido una muerte digna y que haya sido cuidada con los mejores medios de que disponga Emmanuel Macron y la sanidad Francesa y espero, eso sí, que haya muerto dignamente pero no que la hayan matado. Eso jamás.
EL país sentencia hoy en el artículo dedicado a Hardy cuando se refiere a la petición de legalización de la eutanasia: “La disolución de la Asamblea Nacional, anunciada el domingo por Macron, frustró este deseo, al frenar la adopción de la llamada ley sobre el fin de vida”. 
Parece que Hardy ha muerto y no la han matado. DEP

Miguel Ángel Blázquez
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