PRÓLOGO

Gracias, Victoria
Introducción a La mujer y su expresión. Victoria Ocampo. (Sur/Bookman, 2023)
En medio del ruido mediático constante respecto al feminismo, el pensamiento de Victoria Ocampo sigue siendo vigente y sorprendente, con algunos matices. Los suyos son textos de 1935 y 1936 —que no se han vuelto a publicar hasta hoy—. Fueron escritos por una mujer nacida en una familia aristocrática de estructura y costumbres patriarcales y en un país como la Argentina, donde los derechos de las mujeres eran muy limitados en aquellos tiempos, lo que por desgracia sucedía también en otros países.
El ensayo de Ocampo que presento a continuación, La mujer y su expresión, fue publicado en 1936 por la editorial Sur de Buenos Aires (que la propia Victoria fundara en 1933). Para esta nueva edición se ha incorporado el subtítulo: Apología de un feminismo original. La obra nos ofrece un mensaje conciliador y no por ello menos contundente que nos permite profundizar en un asunto muy ideologizado, polarizado y en ocasiones excluyente, como se percibe en algunas manifestaciones del feminismo actual.
Victoria Ocampo es sinónimo de un feminismo lógico y para nada ideológico. Una mujer adelantada a su tiempo que ya en los años treinta del siglo pasado gobernaba con pulso firme el transatlántico de la defensa de los derechos de las mujeres en la Argentina. Con ello iniciaba una travesía arriesgada, compleja y llena de dificultades y en aguas no precisamente tranquilas.
Fue la intelectual más cosmopolita en la sociedad argentina de gran parte del siglo XX. Mecenas de la cultura de su país y embajadora por excelencia de la literatura y el pensamiento de ultramar, fue ante todo una mujer original, vital y auténtica que no perdía el tiempo con soflamas utópicas. Su sentido crítico e inteligencia estaban, como veremos, en las antípodas de lo que podemos identificar en las vertientes más radicales del feminismo actual. Ella encarnaba una propuesta —en mi opinión—, más interesante y constructiva para la mujer y para el hombre, que merece la pena volver a mirar hoy en día.
Otras mujeres erigidas como iconos del feminismo: Virginia Woolf, —amiga por cierto de Victoria Ocampo—, Simone de Beauvoir, Gabriela Mistral, etc... son más conocidas que Victoria, tal vez por desconocimiento general de la obra y de la vida de Ocampo.
Esta nueva edición de los textos de Victoria Ocampo referidos al feminismo quiere rendir debido y justo homenaje a esta mujer irrepetible que ha conseguido, no sólo grandes logros para las mujeres de hoy, sino para los hombres también, al permitirnos entablar un diálogo pacífico y racional sobre los derechos de las mujeres, es decir, los derechos de cualquier ser humano, sin distinción por su condición sexual.
Victoria, como puede observarse en esta obra, nos invita a un coloquio fecundo y novedoso. Interpela también al género masculino con un discurso duro, transgresor y sin duda arriesgado, teniendo presente la situación y la época en la que fueron escritos estos textos.
Escuchémosla rebatir, con argumentos que podrían rozar la ilegalidad en aquellos tiempos, las opiniones de dos magistrados en una nota extractada de su obra Virginia Woolf en su diario:


Esto es lo que pasaba entre nosotros hacia 1935: una reforma del código civil amenazaba los escasos derechos adquiridos por la mujer. Del lado económico se reservaba a la mujer casada la suerte de los menores o los dementes. Sin la autorización del marido, según el proyecto de reforma, supimos que la mujer no podía: 1º, trabajar en ninguna profesión, industria o empleo; 2º, disponer libremente del producto de su trabajo; 3º, administrar sus bienes. El marido debía ser el administrador obligado y legal; 4º, formar parte de ninguna sociedad civil, comercial, etc.; 5º, hacer o recibir donaciones.
La cosa nos pareció tan insensata y grave que decidimos con algunas amigas protestar ante los magistrados de quienes dependía la reforma.
Me tocó visitar a dos, uno de ellos personaje importante. Este último encontraba equitativo y saludable, por ejemplo, que la mujer necesitara el consentimiento de su marido no sólo para trabajar fuera de su casa —desde luego, en su casa podía deslomarse de sol a sol—, sino para ejercer una profesión liberal. Es preciso, decía, que haya un jefe de familia así como hay un capitán en un barco. De otro modo el desorden se establece en el hogar. ¿Qué ocurriría si a la mujer se le metiera en la cabeza trabajar de dactilógrafa en una oficina? Dejaría a sus hijos en manos mercenarias, abandonaría los quehaceres domésticos, abandonaría a su marido, puesto que no le quedaría tiempo para velar por su bienestar material. Por añadidura se expondría a tentaciones… El magistrado parecía creer que una oficina era un hervidero de peligros —el jefe, los empleados masculinos de todo grado— para una mujer decidida a ganarse la vida. Estaba obcecado por esa imagen. Le contesté que las señoras que se pasaban la vida en casas de modas, en cinematógrafos, en teatros, en cocktails, en torneos de bridge (la canasta todavía no se conocía) también dejaban a sus hijos en manos mercenarias. Como yo insistía en defender los derechos de la mujer al trabajo y a vivir en pie de igualdad con el hombre, acabó por decirme: “Pero señora, recuerde su propia familia, la manera en que la han educado. ¿Qué ha visto en su familia? ¿Su padre era el jefe o no? ¿Qué papel tenía su madre?” Respondí que aunque quería mucho a mis padres, no había compartido nunca sus ideas sobre ese punto, ni tampoco sobre otros, lo que desde luego no era original ni excepcional. Las generaciones que se suceden rara vez están de acuerdo unas con otras. Particularmente en nuestros días. El magistrado me oía como quien oye llover. Pasamos de ese tema al de los hijos naturales y adulterinos. Claro que yo encontraba absurdo que a estos recién venidos a nuestro valle de lágrimas se les condenara a expiar las culpas —si culpas había— de sus progenitores. Ingenuamente —para el magistrado— yo pensaba que todos los hijos eran naturales y que sólo a los padres podía acusarse de no serlo. Esta afirmación enardeció a mi interlocutor. Respondió que no se podía exponer al hombre a caer en la trampa de alguna aventurera capaz de destruir su hogar, si su flaqueza humana era tentada más allá de sus fuerzas. Para sacarle plata ¿qué no podía inventar una mujer sin escrúpulos si la ley no intervenía? Si los hijos eran todos iguales ante la ley, la paz del hogar se vería para siempre comprometida, amenazada y destruida. Le pregunté entonces si no había alguna ventaja en que los hombres aprendieran a resistir mejor a sus tentaciones y a saber a lo que se exponían. Sonrió entonces con indulgencia paternal: “Los hombres, señora, son a menudo débiles ante la tentación. Es menester, pues, que la ley lo tenga en cuenta y los proteja”. La réplica nacía sola: “¿Y las mujeres?” No. Las mujeres, si eran respetables, sabían resistir a tentaciones que sólo eran incoercibles —y por eso mismo excusables— en los hombres. “Las aventureras”, expertas en las debilidades masculinas, aprovecharían más de lo que lo hacían hasta ahora si la ley les proporcionaba los medios. Para el magistrado en cuestión era siempre la mujer la que ofrecía el fruto del árbol del bien y del mal. Acerca de esto se expresaba con tono cortante. Los hijos legítimos, nacidos de matrimonios legales, tenían que ser protegidos. ¿Los otros?… Su situación era de lamentar, pero ¿qué podía hacerse? Hay fatalidades así en la vida. ¡No! grité. Ese es precisamente el caso en que la fatalidad no entra en juego, sino el egoísmo de los hombres. Por toda respuesta volvió a preguntarme qué había visto en mi familia. Por fin me dijo: “Señora, usted es viuda, ¿no? E independiente desde el punto de vista económico”. Contesté “sí” por primera vez en esa entrevista. “Entonces —prosiguió— ¿por qué preocuparse de problemas que no son los suyos?”
Con otro magistrado abordamos el capítulo de la virginidad, pues se hablaba de dar al marido el poder de anular el matrimonio si comprobaba su ausencia. Pregunté primero si la mujer podía anular el contrato por los mismos motivos. Con esa sonrisa de conmiseración que conocía ya muy bien, el magistrado dijo: “Naturalmente, no”. Pregunté si se exigía también virginidad en la viuda. Nueva sonrisa… Es un caso diferente, me aseguraron. El magistrado pensó sin duda que tenía que vérselas con una idiota o una desvergonzada. Pregunté entonces si esos señores encontraban tan fácil dictaminar sobre cuestiones semejantes. Si esa historia de la virginidad no podía prestarse a lamentables abusos, a toda especie de innobles chantajes. Si, además, esa cláusula no era humillante e intolerable desde el punto de vista de la mujer. El magistrado no demostró tener ideas muy claras sobre el punto.

¿Hace falta decir algo más para hacerse una idea de cómo se las gastaba la señora Ocampo? Es evidente que su ironía, sutileza y elegancia eran armas de notable eficiencia que manejaba con soltura y destreza, pero también era muy consciente de los muros que tenía delante.
En muchas de sus obras, Victoria Ocampo aborda desde perspectivas diferentes la cuestión del feminismo. Gracias a ella y a su decisiva aportación podemos encontrar un tono distinto al habitual, desde el que aproximarnos a un tema tan candente y de absoluta actualidad en la sociedad mundial.
Fue una de las primeras mujeres en la Argentina que obtuvo la licencia para conducir automóviles. Se separó de su primer marido tras la luna de miel porque no aceptaba un matrimonio impuesto según las costumbres patriarcales de la época y porque se había enamorado de otro hombre, lo que le supuso cargar con la cruz del adulterio. Hospedó y recibió en Villa Ocampo, la casa familiar de San Isidro y no sin escándalo a figuras de la literatura como Rabindranath Tagore, Albert Camus y tantos otros. Le dio calabazas a Ortega y Gasset, con el que mantuvo una interesante relación literaria y una amistad no exenta de fricciones, lo que se percibe en el epílogo escrito por el pensador español a la obra De Francesca a Beatrice y en la contestación de la propia Victoria Ocampo.
Fundó en 1936 la Unión Argentina de Mujeres. En 1946, fue la única mujer latinoamericana invitada a asistir a los juicios de Núremberg, de los que dejó un impresionante testimonio. Participó activamente en manifestaciones antifascistas y en conflictos políticos por lo que fue también detenida en Mar del Plata sin orden judicial y llevada a Buenos Aires donde tuvo que cumplir 26 días de arresto en la cárcel del Buen Pastor. Su delito fue proclamar sus ideas liberales y antifascistas, contrarias al régimen de Juan Domingo Perón y, para colmo, pronunciadas por una mujer. En 1977 se convirtió en la primera mujer elegida como miembro de la Academia Argentina de Letras.
Estas son tan sólo algunas pinceladas de la vida apasionante y desmesurada de Victoria Ocampo, pionera de un sensato feminismo que ella misma sembró en tierra árida, sin llegar a ver los frutos que años después crecerían y sin llegar también a sufrir las plagas que han arruinado en muchas ocasiones las fecundas cosechas que se podrían haber recogido en lo que hoy llamamos feminismo.
Existen en la historia de este movimiento voces afinadas que resuenan con aplomo y claridad. Entre ellas encontramos la de Victoria Ocampo y las de muchas mujeres que encarnan una forma original de vivir la femineidad y el feminismo sin ir contra el hombre como premisa. Son ejemplo de una autenticidad fuera de lo común al poner el acento en lo bueno, único e incomparable que hay en la mujer, no como ser disociado de la relación con el sexo opuesto, sino como unidad misteriosa, engendradora de vida e indisociable por naturaleza del ser masculino, sin renunciar, como es natural, a ninguno de sus derechos.
Por encima de las diferencias y a pesar de las dificultades y los errores, debemos celebrar la existencia de mujeres que son para todos luz de faro y guía. En esta ocasión, Victoria Ocampo es la capitana de nuestra nave en este singular y apasionante viaje que estamos a punto de emprender, con el fin de descubrir la belleza y la riqueza que nos aguarda en la ignota orilla.
Les dejo con la señora Ocampo, confiando en que esta “nueva” edición de su ensayo La mujer y su expresión, genere una ocasión de diálogo y aporte una visión diferente sobre el feminismo para las mujeres y los hombres del siglo XXI.

Miguel Ángel Blázquez
Editor

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