Ha muerto José Antonio González Coloma, mi gran amigo
Querido amigo empiezo a escribirte esta carta un domingo 11 de febrero de 2024 mientras tú, te bates en duelo como buen caballero castellano (aunque tienes más pinta de actor de western) con una muerte que siempre tiene las de ganar.
He llorado por ti ahora, y mira que sólo lloro por mi familia, por los grandes amores y por los grandes amigos. Tú, José, eres uno de mis grandes amigos. Mi mejor amigo del pueblo, ese pueblo tan nuestro en el que has vivido y has sufrido porque tu vida, que ahora llega a su término en esta tierra, ha sido también sinónimo de sufrimiento, de un sufrir que sólo tú y Dios conocéis de verdad.
¿Sabes por qué podemos llamarnos amigos? Porque nos hemos querido tal y como somos. Jamás me reprendiste por no ir a verte más y yo creo que nunca te recriminé que te pasaras de la raya con los botellines. Somos como somos y así nos hemos acompañado. Yo no soy un santo y tú tampoco pero el Señor te está esperando con los brazos abiertos. Puedes estar seguro. ¡Otra vez me pongo a llorar!
Dos días después, me dicen que te has muerto. La muerte, querido amigo, no espera. La muerte llega cuando quiere. Le dije a tu sobrina que iría pronto a verte de nuevo pero ya ves…
¡Recuerdo tantos momentos! Cuando nos íbamos a cortar paja con la guadaña a Cepeda de la Mora para hacer sombreros. Cuando aparecías por el carretero y te sentabas en la mesa del bar de la plaza a tomar un botellín conmigo. Cuando estabas cabreado y al final me decías “Migue, cuánto quería yo a Cruci y a tu abuelo Teo” o cuando me posabas como un modelo de revista para que te hiciera fotos y el día que me regalaste la pelota de núcleo de madera y piel de gato con la que jugabas en el frontón de mi abuelo Emiliano. Y por supuesto, cuando me recitabas, tantas veces, el poema de la pastora en la sierra o el de las tres mulas. En nuestra última escapada fuimos a ver a tu madre en la residencia de Navarredonda. ¡Vaya genio tiene doña Justa! Menudo rapapolvo te metió y yo, intentando animarte mientras volvíamos al pueblo sin saber en realidad qué decirte. Nunca te había visto así, tan compungido y dócil como un niño.
La última vez que estuvimos juntos fue en el hospital de Ávila. Cuando supe que estabas ingresado me escapé volando a visitarte. Necesitaba verte. Llevabas varios días de Ávila para Salamanca donde te habían operado por última vez y me enseñaste la cicatriz de la espalda. Te quejabas porque tus piernas ya no se movían. “¿Ves? -me decías- ¡Nada, no se mueven! Y si se mueven soy yo el que las muevo con las manos ¿ves? Esto es una putada Migue”.
No sabía qué hacer. Qué impotencia. ¿Recuerdas? Te las acaricié para ver si sentías algo, aunque fuera unas leves cosquillas pero nada, tus piernecitas habían dejado de corretear por las calles del pueblo y allí, hablando, haciéndonos selfies y agarrados de la mano pasamos nuestra última hora juntos. No se me olvidará jamás. Después te llamé una vez por teléfono y esta tarde de martes, trece y de año bisiesto para más INRI, vas y te mueres.
¿Sabes una cosa? Si no nos hubiéramos visto ese ratito, hoy estaría más triste aún, pero cómo agradezco haber podido estar contigo aquel domingo de hace tan solo una semana.
Ahora vuela querido amigo, vuela que aún tienes alas gorrión, vuela porque nadie puede impedir que llegues a ese cielo tan puro que juntos hemos disfrutado por los caminos de Gredos.
Rezo para que el Señor te reciba como mereces. Es lo suyo. Allí nos veremos.
Tu amigo que te quiere.
Miguel Ángel
P.S. Y para colmo, te tocó de compañero de habitación en el hospital a un sacerdote castrense. Ahí es nada.
Yo sigo llorando.
Martes 13 de febrero de 2024