MOMENTOS
La extraña familia
Venía hoy en busca de inspiración, de algo que escribir y según me aposentaba en el sofá de sky de la cafetería VIPS de López de Hoyos esquina Velázquez y ahí estaba la escena, esperándome en la mesa de enfrente.
La hija, que no debe tener más de 14 años me mira, me dice muchas cosas sin hablarme. Intento disimular mis intenciones de hurgar en sus vidas hojeando la carta. Sus padres están embebidos en las pantallas de los móviles. La mujer, entrada en años y en carnes aparta la mirada del móvil para devorar un brownie de chocolate con una suculenta bola de helado. No hablan. Comen y se dirigen miradas cansadas, amargadas, llenas de hastío y aburrimiento.
El ambiente en el VIPS a partir de las 12 de la noche tiene siempre algo de decadente y a medida que se acerca la hora del cierre van quedando en el bar personas con aspecto ocioso, mujeres de mal vivir, traficantes, bohemios, trasnochadores, escritores, diseñadores, músicos y padres con la familia en la casa de la playa.
En la mesa de al lado la cosa no mejora y la mujer se ha recostado en el sofá, se ha cruzado de brazos y calla todo lo que lleva dentro. Es atroz, es una relación que está en las últimas y puede que yo tenga un exceso de fantasía pero cualquiera con un dedo de frente podría intuirlo. La hija mientras tanto devora calorías y azúcares como si quisiera quitarse la vida en ese momento por un colapso hipoglucémico con tal de que alguien le saque de ese rincón aunque sea con los pies por delante. La pobre intenta iniciar alguna conversación pero la mirada cada vez más destructiva de la madre le hace entender que no es momento para conversaciones de relleno. Algo gordo pasa y poco tardará en estallar. Ella, la madre, me mira de reojo, intuye que algo percibo pero aparta la mirada rápidamente. Es mayor que él, es al menos 10 años mayor que el hombre y está aún de buen ver pero las varices y las arrugas no engañan. Eso le hace sufrir.
En la mesa de al lado, dos vigoréxicos medio tontos conversan de sus viajes por todo el mundo, se han dedicado tanto al cuerpo que se les ha secado el cerebro. Uno de ellos parece tonto de verdad, tonto de vademécum. Tiene el bíceps más grande que el cerebro y eso, multiplicado por dos brazos, no puede ser nada bueno.
En la mesa del fondo se ha sentado un padre «de Rodríguez». En eso no fallo, se ve a la legua, soy uno de ellos. La única diferencia es que él se aburre mirando la comida y yo me divierto mirando a la gente pero somos un par «de Rodríguez´s» en toda regla.
La familia pide la cuenta y un tupper para llevarse la mitad del sandwich «vips club» que la niña no ha podido acabar después de una de nachos y dos cocacolas.
Y llegó el que faltaba, el chulo con su puta, es duro pero es así. Eso se sabe nada más verles entrar. El proxeneta está agitado, camina nervioso y trata con indiferencia a la muchacha. Ella va arreglada, con las galas de su oficio, resulta provocadora e infeliz. Detrás de ellos entran cuatro niñas «bien» del barrio de Salamanca. Son todas iguales, cortadas por el mismo patrón. Hoy estamos todos en el Vips como una extraña familia que no se conoce y que año tras año vuelve a encontrarse en la madrugada espesa e interminable de una noche de agosto en Madrid.
La niña se clava un palillo de madera en la mejilla, un gesto reflejo, como si quisiera cerciorarse de estar viva y el padre le hace bromas que ya no le hacen gracia. A esa edad un adolescente no está para bromas y la relación de sus padres parece una broma pesada, como si alguien le hubiera engañado durante años y ahora comenzara a darse cuenta de que todo ha sido una farsa. Pobrecilla.
El arroz se ha quedado frío, tan gélido como la cerveza que me acaban de traer.
La madre deja el dinero junto a la nota y vuelve a reclinarse esperando a irse, hace tiempo que ya no está, desde que acabó su postre se fue de la mesa y se dedicó a pensar en otra vida, en otro hombre, en otra hija, en otra historia, porque ésta, es evidente que no le gusta. Se distrae mirando a un electricista que cambia bombillas en la tienda mientras el padre se levanta, espera impaciente a que llegue el camarero con la cuenta y salen disparados del local. La niña vuelve a mirarme, desafiante, consciente de que he visto lo que ella ve todos los días. En la mesa los restos de una cena triste, de una cena más.
Y mi comida sigue ahí fría y aburrida de esperar. Ya quedan pocos clientes en el local. Un matrimonio con los hijos en el campamento, un hijo con su madre octogenaria y el Rodríguez que sigue solo, sentado al lado de la mesa del chulo, mirando de reojo porque esa es una relación que cuesta mirar de frente. El Rodríguez pide la cuenta y se va.
La noche acaba de la forma más extraña. Acabo compartiendo un capuccino frío en una de esas mesas comunes que se han puesto de moda con dos barrenderos con su uniforme y todo. Buscan algo que comer en el escaparate del take away y se sientan. No hablan, pasan toda la jornada juntos, separados por montones de basura y no se dirigen la palabra. Miran sus teléfonos, wassapean con alguien. El olor a basura se ha quedado impregnado en el ambiente y yo apuro la noche tomando mi capuccino con un topping de cáscara de plátano podrido y sudor de agosto que es de lo más asqueroso. Van a cerrar.

Vips calle Velázquez. 1:50 de la madrugada, 2 agosto 2016
© Miguel Ángel Blázquez
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