MOMENTOS
Maldito orden
Volar diez horas en el asiento de clase turista es una experiencia traumática para la sensibilidad
A 32.000 pies sobrevolando el mar de Noruega en un Jumbo de la British Airways camino de Reikiavik y a 896 km/h estoy engullendo un pack de mejunjes rodeado de gente que hace lo mismo.
La comida del avión por llamarlo de alguna forma es también una experiencia delirante, no hay sitio para nada más pero todo está milimétricamente ordenado. La tapa metálica del tupper de arroz basmati con judías indias enrollada y metida en la mini red wine plastic bottle que ya he vaciado en el vaso de plástico de 42×65.
El plato viene programado para durar exactamente 4,5 min caliente y de repente, cuando estás apurando el último tenedor de arroz todo se vuelve gélido, extraño…  ¡¡coffee!!, ¡¡anyone coffee!!,¡¡ coffee, coffee, coffee!!, resuena un ¡¡coffee, coffee!! de una voz afeminada del azafato del pasillo de mi derecha. ¡Casi se me escapa!, Plis, guan cofi, y ahí está, my coffee, con los restos del manjar indio y la ensalada de remolacha en la esquina superior derecha, esperando ser consumido tal como marcan los cánones. Inmóvil, de un sólo color, sin espuma y procurando pasar desapercibido. Al fin y al cabo es un triste café.
Vaya usted a pedir que le retiren el servicio para tomarse el cafelito tranquilo antes que a los 500 que le rodean, vaya, vaya. Eso sería como romper el orden establecido, ese mismo orden que me separó de mi amigo nada más entrar en el avión por no tener asientos juntos y me obligó a pasar las 10 horas de vuelo entre una parejita de lesbianas y un indio muy majo que hace chips en Silicon Valley.
¿Me levanto o no? Intento encontrar a mi amigo en esta ciudad extraña o espero al feliz reencuentro en la rampa de desembarque donde quizá ya no nos reconozcamos después de horas sin poder mover un músculo.
¿Milk please? Horror, he pedido leche y el azafato alto y apuesto con cara de estupefacto ha respondido ¿milk? ¿milk? En inglés me ha espetado algo como «la milk es ese sobre alargado con pinta de envoltorio de azúcar que tienes ahí, pringado! mientras las mocitas de mi izquierda sonríen por mi desliz.
El café ha expirado, estaba ahí pero ha desaparecido, se ha apagado sin opción de reseteo. Ahora entiendo, ¡es el orden!, el maldito orden. Todo está ordenado.
El sugar con la paletilla, la cuchara con el tenedor y el cuchillo, la milk después del coffee pero nunca antes del rice with beans al que precede el vino, la ensalada de remolacha, la mantequilla untada, la bandeja negra, la mesa bajada, la turbulencia, el cinturón abrochado, el azafato explicando cómo salvarse de una muerte segura, la chaqueta en su sitio, el pesado de la maleta enorme, el que se equivoca de asiento, la azafata amable, el boarding pass, el cacheo si te toca, el cinturón fuera, las dos horas perdidas antes de embarcar, el check-in, el ticket del taxi, el madrugón, el equipaje… Sí, todo está ordenado pero como decía Montale, un imprevisto es la única esperanza.
¡Rápido!, esconde el Sticky toffee pudding que se lo llevan los del carrito. Al final todo es un espejismo de lo que fue. La bandeja de gris neutro, el orificio para la botella y la botella, aún virgen, aún pura y llena que escondí para salvarla del todopoderoso orden de la British Airways. Agua Highland Spring, (still spring water) donde todo sucede sin orden aparente pero con el maravilloso devenir de la naturaleza. ¡Qué placer, es mía y la bebo cuando quiero!
Han vuelto a pasar los chicos del carrito ofreciendo algo que no he entendido, pero el aroma que han dejado a su paso me hace pensar que intentan vender alguna colonia o reloj a algún ruso o árabe caprichoso.
La luz se ha atenuando, las mocitas se dan la mano sigilosamente. Señores pasajeros es hora de dormir.
A lo lejos, Groenlandia y mi amigo.
Hace años, en un Jumbo había una pantalla grande que informaba de la altitud, la velocidad, el trayecto. Podría decirse que volar era una experiencia compartida, comunitaria. Ahora ya no es así. Volar es ir en un espacio de 50x70x120, con un bulto en cabina de 30x40x20, con el respaldo abatido máximo 25 grados en el que sólo puedes ver tu pantallita y a lo sumo el cogote del turista de delante que no se quita la gorra ni para mear en uno de los 4 baños que compartimos unas 500 personas. Girando 45 grados la cabeza a izquierda o derecha podrás intuir a tus vecinos y hacia abajo mejor no mirar porque parece imposible haber metido las piernas en semejante cubículo. Encima el cielo plástico.
Si al entrar en el avión no me hubiera topado con los afortunados pasajeros de primera clase aceptaría sin más mi condición de turista pero lo de la Business Class es maltrato. Podían ponerla al final y así uno no tendría que pasar el mal trago de llegar a su asientito viendo al banquero de turno, que ha entrado media hora antes disfrutando de un champaña y leyendo The Economist esperando a que pase la tropa. En los aviones grandes de Iberia, en los nuevos, lo han pensado mejor y las clases sociales ya no se mezclan.
Además para los Business tampoco será agradable tener que aguantar a toda la prole pasar con sus trolleys mientras degustan su Moët & Chandon Imperial Brut. Esto, señores de la British, ¡está mal hecho hombre! Reconozco que siempre que vuelo en turista, vamos que siempre que vuelo, sueño con el mágico instante en el que una preciosa azafata sonriente del mostrador del checking me dice «Sr. Blázquez, lo sentimos pero el avión tiene overbooking y va a tener que viajar en Business»
Otra vez será.

10 diciembre 2014
© Miguel Ángel Blázquez
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