MOMENTOS
Mercado de abastos
Un día entre semana del mes de julio el mercado de abastos de Chipiona rebosa actividad. La gente ajetreada se agolpa en los puestos, es el segundo ring del día para los mariscos y pescados de la zona. El primer combate ha sido en la lonja, muy pronto por la mañana, y después de las subastas el género que ha aguantado la campana ha llegado al mercado. En la entrada chica del lateral del edificio están los vendedores de camarón, las minúsculas gambillas brincan en los cajones de madera enmohecida. ¡¡camarón!!, ¡¡Camaróne de zanlúca!!. La estética de la escena me atrae, los bichillos saltando me gustan pero no me han convencido, demasiada cáscara para tan poca chicha.
Sorteando mujeres orondas de moreno grasiento me adentro en la nave central del mercado deseando ver lo que ha llegado esta mañana a los escaparates de los pescaderos. No huele a pescado, el género es fresquísimo y que no huela a tripa podrida es la mejor señal de que lo que me ofrecen es cuando menos comestible. Gambas de Huelva, langostinos de Sanlúcar, gambones, caracoles, almejas y unos ejemplares de langostino que aquí llaman Jumbo, imagino que en alusión al Boeing 747 por la forma. ¡Pedazo de langostino el Jumbo!. Con uno de esos has comido.
En un puesto que rezuma calidad he visto lo que no pensaba encontrar en este mercado de aguas más cálidas que las de los mares del norte. Una bandeja repleta de centollas y centollos circundada por tres lugareños que parecen estar hablando con los bichos. Una especie de trileros del marisco esperando al «guiri» para desplumarlo. Con cierta perplejidad pregunto a uno de ellos si el centollo es de la zona, pensando en que fueran ejemplares de Marruecos, de Chile o algo así, y con desaire me dice que sí, que son de los corrales de pesca y que son «mu bueno». ¿Pero buenos como los gallegos? Le insisto y no convencido me acerco al pescadero que está en el puesto y le pido el precio por kilo. Ni me lo pienso. A ese precio y vivos como están me llevo una centolla que tiene más carne y menos patas. 18 minutos de cocción y un chorrillo de manzanilla pero al final después de tanta ilusión, nada que ver con el centollo gallego. El del norte es insuperable. Estos bichos en el sur saben como las langostas del Caribe, les falta algo, les faltan temporales, golpes de mar y frío, son mariscos burgueses, de aguas cálidas y poco ejercicio. Las gambas muy buenas, ¡Faltaría más!
El ambiente es frenético, la gente chismorrea, compra, vende, se abraza y critica en el epicentro de la vida de Chipiona, una Chipiona desconocida para mi y para muchos de no ser por «la jurado» la tonadillera que hizo universal este pueblo construido a base de ignorancia, mal gusto y dádivas que antaño debió ser, a juzgar por las fotos aéreas que he podido ver en algunos bares, un bonito poblado de pescadores asentado entre el faro y el santuario de la Virgen de Regla, especie de catedral mallorquina a escala, erigida sobre una fortaleza en el XIV y que resiste a golpe de fervor y de ochos de septiembre el descenso de la práctica religiosa.
Fuera de estos lugares, Chipiona es una barriada de gente humilde, de gente que trabaja en el negocio de las frutas, las verduras y las flores, y cómo no, del pescado y el marisco, en lo que son grandes mercaderes, en esta Chipiona que se asoma al Atlántico, visión última de los marinos y misioneros que partían hacia ultramar desde Sevilla en busca de las costas del nuevo mundo.
A Chipiona se le pegó como parásito a su concha, hace unos años, un gigantesco complejo residencial llamado Costa Ballena. He ido en diferentes ocasiones a esta especie de Pozuelo de Alarcón estival, de Majadahonda costera y confieso que no me acaba de gustar y si vuelvo de vez en cuando es porque tengo unos muy buenos amigos que, como tantos otros sevillanos, gaditanos, madrileños… compraron en los años de vacas gordas, su segunda residencia en este erial, que a base de riego automático y muchas hipotecas se ha convertido en una especie de Beverly Hills de la costa gaditana. Golf, surf, vela, chiringuitos, centro comercial, avenidas con palmeras y hasta carril bici, en definitiva, un paraíso para veraneantes asépticos a escasos kilómetros de las barriadas obreras de Chipiona. También hay una iglesuca entre el campo de golf y cerca de «los comerciales» a la que acuden religiosamente, como a las clases de golf, los feligreses de Costa Ballena.
Amén.

19 julio 2016
© Miguel Ángel Blázquez
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