Recuerdo del Atlas
Las últimas luces de un sol de diciembre serpentean por las callejuelas de la medina entre hedores de Tajín, pieles mal curtidas, cabezas asadas de cordero y podredumbre humana. En el viaje de Marrakech a Ouarzarat vislumbro esperanzado el futuro de Marruecos en los ojos luminosos de una niña que camina hacia la escuela sin turbante, con la mochila a la espalda y el móvil en las manos. Un futuro aún lejano, incierto y nebuloso.
El pasado de este pueblo se refleja en la sombra de un anciano ajado que arrastra un burro con las alforjas cargadas de minerales, mazorcas y rastrojos de caña. Un pasado de barro, adobe, sudor y mugre.
Con estos pensamientos atravieso el Atlas en ruinas hasta llegar a la boca del desierto, a las fauces de un infierno árido y desconocido. La luna, la misma que ilumina Madrid domina esta inmensa cordillera salvaje, huraña y enigmática.
Hombres de barro, mujeres de hiel, niños de arcilla, miseria en estado puro para un europeo acomodado. El día a día para un marroquí. Occidente es una burbuja libre de bacterias, una habitación aséptica cerrada al otro mundo pero más allá de nuestras fronteras, existe este mundo que sobrevive como puede a la invasión del comercio y la tecnología. Un mundo de burkas y bereberes, de moscas en la comida, rumor de oraciones en las mezquitas y miradas profundas. Un atrezzo de truhanes y ladrones, de Alibabás y Aladinos.
Visito Ouarzarat, escenario para las producciones cinematográficas rancias de los años sesenta y Ait Ben Haddou, pueblo en el que se grabaron escenas de Gladiator, en sets de cartón piedra y animación 3D con errores garrafales como las dos torres de luz eléctrica que se aprecian, si uno se fija bien, tras el foso de las fieras en la escena de la lucha en el circo.
Al volante de un minibús destartalado, un árabe de tez morena y bigote pesado conduce como un loco por las estribaciones del Atlas que se apaga silencioso bajo el influjo poderoso de la luna llena.
Miguel Ángel Blázquez
10 diciembre 2019
Ouarzarat, Marruecos