MOMENTOS
Un día de abril en Sevilla
Me he levantado al alba, antes de que el despertador me arrancara de la cama como de costumbre. Quizá la tensión del viaje y las pocas horas de sueño han alterado mi descanso. Son las seis de la mañana y Madrid está en silencio, llueve ligeramente pero no hace frío. Aún es de noche y la ciudad está vacía. Hoy es sábado, la mayoría de la gente no trabaja y los chavales no tienen colegio. En la estación de Atocha, en cambio, hay más ajetreo. Todos vamos a lo mismo o venimos de lo mismo. A las puertas de la Feria de Abril y con cuatro días de fiesta por delante para los de la capital, Atocha, a las seis cuarenta y cinco de la mañana, está a pleno rendimiento. Con una puntualidad desesperante parte el tren de alta velocidad que me lleva a Sevilla, que me dispara hasta Andalucía, porque los trenes de hoy ya no son como los de antes, como los que llevaban a Unamuno, a Cela y a tantos otros por las tierras de España.
En dos horas y media he llegado a la estación de Santa Justa. No hay tiempo para escribir, ni para leer, ni para mirar por la ventana; está todo calculado; una visita a la cafetería, luego vas al baño, ojeas el catálogo de productos de venta a bordo como en los aviones y cuando te quieres dar cuenta has pasado Ciudad Real, Córdoba y estás llegando a Sevilla. A doscientos cincuenta kilómetros por hora uno no tiene tiempo de nada, ni siquiera de intimar con la chavala que tiene enfrente.
El viajero sin tiempo se conforma con llegar a su destino cuanto antes para calmar su cuerpo de nuevo, para pasear por Triana, sin prisa, tapeando y viendo a los sevillanos que se han vuelto ajetreados como los madrileños. Seguramente esto del tren de alta velocidad ha alterado sus relajados hábitos de vida. Sevilla me ha recibido con el cielo cubierto de un manto blanco. Imagino el humo de la cera quemada en la Semana Santa recién pasada. Los neumáticos de los coches chirrían en el asfalto al pisar la cera que cayó de las velas de los nazarenos en las procesiones. Hay mucho ajetreo de coches, la gente está nerviosa, la Feria está a punto de comenzar, hay tarde de toros y Sevilla está plagada de turistas y madrileños.
A las once de la mañana el café de alta velocidad ha desaparecido de mi estómago y éste reclama a gritos un buen desayuno. Pan, jamón ibérico, aceite, lomo y vino tinto hacen que uno empiece a disfrutar de esta ciudad que huele a fiesta por los cuatro costados. He almorzado como un señor, mejor aún, como un señorito sevillano. Aquí todos son señoritos, hasta los viejos tienen un señorío especial, una chulería insultante. En el barrio de Triana crucé unas palabras con un personaje al que por respeto a las canas no crucé la cara con esta chulería castellana.
– ¿Cuánto tiempo va a eztá uzté por aquí?
– Un día. Esta noche vuelvo para Madrid.
– Puéz pa ezo, ér mejó no vení a Zevilla. Pa vení un día ze quea uté en Madrí. A Zevilla hay que vení má tiempo mi arma.
– Ya, pero…
– Ná, Madrí a mi no me guta. Como Zevilla no hay ná. Yo metirao cuatro año allí y ze me zartaban lar lágrima de penzá en mi Zevilla. Aquí la hente é campeschana, é má abierta.
– Sí, sí, gente así como usted.
– Pué ezo, que aquí zomo tó azí.
– Bueno jefe, me voy a dar una vuelta a ver si consigo entradas para los toros.
– Éle, con Dió.
Triana huele mal, hay basura por las calles pero es un barrio bonito, con mucho sabor y fervor. Triana es el barrio de los toreros y de los futbolistas. La Torre del Oro y la Maestranza están en la otra orilla Del Río. Por el puente de Triana se pasa por encima del caudaloso Guadalquivir al otro lado de la ciudad. La casi marítima Sevilla tiene un antes y un después en lo que a su arquitectura se refiere. Antes de la Exposición universal de 1992 era un pueblo grande con aspiraciones de futuro. Ahora, Sevilla es un pueblo pequeño rodeado por una ciudad futurista. Aquí, uno puede tapear, ir a los toros, asistir a misa en la Catedral y dormir en un hotel de 2.500 habitaciones con el diseño más vanguardista.
De nuevo, en la Maestranza, discuto con los “reventas” para conseguir una entrada para la corrida de la tarde. El festejo de hoy promete, y si no llueve merece la pena, sin duda, presenciar una corrida en la cuna del arte taurino con el debido respeto a Las Ventas y a Nimes. Tan obligado es ir a los toros como el tapeo en Sevilla y en toda Andalucía. Córdoba, Málaga, Jerez, El Puerto de Santa María son lugares en los que se lleva lo de comer de pie, bebiendo y probando de todo un poco. Mojama con queso, boqueroncitos fritos, camarones, ortiguitas, gambas plancha, navajas, rabo de toro, pringá y todo regado con unas cañitas, vino blanco, tinto o manzanilla.
Se habla, se come y se bebe sin prisa, esperando a que llegue la hora del festejo. Una hora antes del comienzo de la lidia, los aledaños de la plaza están llenos de gente. Las mozas sevillanas van de la mano de su señorito sevillano. Aquí se pasea mucho el palmito y la gomina. Las sevillanas son impecables, finas, morenas la mayoría y estiradas como ningunas. Miran casi con desprecio, pero si uno es capaz de aguantar y no bajar la cabeza como un perrillo, son capaces de engatusarte, diría que hasta de enamorarte. Todo esto sucede en décimas de segundo, entre el vaivén de gente que se agolpa frente a la puerta del tendido doce sombra. Esta relación fugaz, este flirteo inocente se desvanece cuando el macho sevillano infla el pecho, alertado por la presencia del varón castellano, ataca con mirada de toro en chiqueros, de perro guardián, de dueño y señor de una mujer que pierde todo su encanto a la sombra de su señorito sevillano.
Empieza la fiesta. Con la plaza hasta la bandera, sentado en el gallinero alcanzo a ver el albero entre la nube del humo de los puros y cigarrillos que se hace cada vez más densa. La orquesta anuncia la salida del primer toro de la tarde. Seis toros seis en manos de Manzanares, Francisco Rivera Ordóñez y Morante de la Puebla. Dicen que el de la Puebla no tiene más de dieciocho años y que ha heredado el estilo de los toreros de antes, quieto, templado, citando al toro de lejos y esperándolo sin mover un músculo para darle el quite con el capote plegado en la mano izquierda. De todo esto sólo puedo decir que me gusta, que se le nota algo diferente a los otros toreros y que si le ha cortado dos orejas al primero de la tarde tiene que ser bueno. El diestro da la vuelta al ruedo con los trofeos y en las gradas de abajo se oye ¡hoy sale por la puerta del Príncipe!, ¡a este chaval lo sacan a hombros!, ¡que viva la madre que te parió!…, le lanzan un ramo de rosas, regalos que recoge un subalterno y el diestro mientras tanto saluda al tendido, a la gente a la que ha dedicado su primer toro de la faena.
Se nota que la gente lo quiere y que esta misma gente, de no ser un buen matador, lo pitaría hasta devolverlo a los corrales como a los toros malos, porque aquí, el tendido sabe mucho de toros y de toreros. Manzanares y Rivera, el hijo de Paquirri, han cerrado una actuación discreta con toros mansos y flojos de manos. Aplausos y vuelta al ruedo discutida para el yerno de la duquesa de Alba.
La fiesta no ha terminado y el respetable espera ansioso al sexto de la tarde. Después de los quites de recibo, Morante devuelve a los corrales un toro despistado y con poco juego. El sobrero se enfila como una flecha hacia los quites del burladero. El de la Puebla, en el tendido seis lo espera como un figurín. El astado se arranca casi sin citarlo desde el centro de la arena, se lleva media verónica con un olé unánime y a la vuelta, el toro, aún entero, embiste al diestro levantándolo por el muslo izquierdo y lo deja tendido en el suelo, revolcándolo hasta que los subalternos consiguen quitárselo de encima. La plaza se ha quedado muda, todos en un grito y después un silencio sepulcral, como de madrugá. A Morante lo han sacado con las piernas por delante, lo han metido en el quirófano de la plaza y lo están operando de una herida por asta de toro con dos trayectorias. Según las noticias de la radio, que voy escuchando en el taxi camino de la estación, el torero está fuera de peligro pero la cornada ha sido fuerte. Morante de la Puebla es más torero que cuando entró en la Maestranza haciendo el paseíllo, el sobrero le ha hecho saber esta tarde más del toreo. La vida y la muerte se han visto las caras, de nuevo, en la Maestranza de Sevilla. A uno se le queda la carne fría presenciando algo así, pero a la vez mantiene ese calor, esa tensión que se vive en una tarde de toros. De regreso a Madrid, en el Ave aprovecho para tomar unas notas rápidas con las que ilustrar todo lo que he vivido en este fugaz viaje. El tren llega a Atocha a las doce y media de la madrugada como estaba previsto y una vez en casa, pienso en sentarme a escribir todo esto que aquí acaba, de un día de abril en Sevilla.

Sevilla, 30 abril 2000
© Miguel Ángel Blázquez
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