REFLEXIONES
Yo soy más de ver y tocar, como Tomás
Caravaggio. La incredulidad de Santo Tomás (1602) Detalle.
Intento imaginar la escena. Tomás recibe un WhatsApp: «Hola Tomás, soy Jesús, te escribo porque como no estabas para verlo, quiero que sepas que he resucitado». Conociéndole, Tomás bloquearía el contacto inmediatamente pensando en la poca gracia que tienen los romanos en un momento así. La resurrección para un cristiano es dogma de fe pero existen signos que podemos «bloquear» a diario, hechos que nos desbordan, circunstancias que exceden nuestra capacidad de análisis, de sufrimiento, lo que incluso llamamos milagros. Si no aceptamos la resurrección de Jesús como el Milagro de los Milagros, no existen otros milagros posibles. La incredulidad de Tomás es la incredulidad del mundo, es mi incredulidad salvada por ese momento histórico, dramático, radical, en el que Jesús se presenta, resucitado, ante su discípulo. (Este dato es importante, es Jesús quien toma la iniciativa) y cogiéndole la mano le pide a Tomás que introduzca su dedo índice en la herida que ocho días después de su muerte seguía abierta. Una herida que representa el mal, la traición, el odio y el pecado del hombre, aceptado por Jesús en su propia carne, cambiando la historia para siempre. Una herida en la que se explican la obediencia, el perdón, la esperanza y la resurrección. Si Jesús no hubiera aceptado el designio de Dios, la resurrección podría no haber sucedido. Pero sabemos que obedeció, «no se haga mi voluntad, sino la tuya». Aceptó la muerte en cruz. «Aparta de mí este cáliz», «Padre líbrame de esta hora», ¿Hay algo más humano? ¿Quién quiere sufrir sin un sentido último, sin una razón que permita abrazar la cruz con una esperanza que es inhumana?. Jesús cargó con su cruz hasta el final, la cruz en la que iba a ser clavado y en la que recibiría el golpe de gracia en el costado, provocándole esa herida, que fue la prueba irrefutable de la resurrección. Estamos en una época en la que generalmente se vive lo temporal sin la conciencia de lo eterno y ello supone una negación implícita de Dios. Un día, sin previo aviso, sin que podamos «bloquearla», se nos presenta la cruz que se nos ha reservado para entregarnos definitivamente a Él y en la que se juega toda nuestra fe. Somos libres de aceptarla o rechazarla.
19 abril 2019
© Miguel Ángel Blázquez
«La experiencia de los santos ha demostrado que no basta querer crucificarse con Jesucristo, y que no se nos deja la elección de la cruz que tenemos destinada. En cada vida santa, e incluso en cada vida cristiana, a pesar de las múltiples cruces buscadas o sufridas, no hay más que una verdadera cruz, una sola que cuente y que no nos es revelada desde el principio. A veces solo se desenmascara bastante tarde. Hay que haber salido de la tenebrosa tormenta de la juventud para que ella se descubra. Emerge poco a poco de la bruma de las pasiones. Hela aquí de repente tal como no nos atrevíamos a nombrarla. Lo único que podemos hacer es tendernos sobre ella con amor».
(…)
«Y, no obstante, esta oposición entre la cruz y la vida «simple y normal», no existe más que en nuestra codicia, no aparece en la realidad. La cruz se opone a una vida voluptuosa, conquistadora, tal como la soñamos, tal como creemos saborearla a ciertas horas; pero la cruz no se opone a la vida tal como es. Los santos no introducen la cruz en su destino, se la encuentran en él levantada. En vez de alejarse de ella, en el sentido pascaliano, por los placeres y los juegos o de huir de ella a través de las mil salidas que los hombres han descubierto (desde el tabaco y el alcohol hasta las drogas y los demás disfraces del suicidio), la interrogan, le arrancan su secreto de amor y de alegría. Somos libres de creer que ceden a una ilusión consoladora, pero no que añaden a la condición humana un horror peor que lo que comporta ya, porque los que niegan la cruz, los adoradores del placer, no están menos crucificados que los santos».
François Mauriac, Santa Margarita de Cortona